Tuesday, November 01, 2011

INDEPENDENCIA Y LIBERACIÓN
La “Oración Patriótica” de Mons. Romero para el Bicentenario


El 5 de noviembre de 1971 el entonces obispo auxiliar de San Salvador, Mons. Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, ofreció una homilía cuya pretensión era de ser una “Oración Patriótica … con motivo de la conmemoración del primer grito de independencia y día nacional de acción de gracias”.   («Ningún bien es comparable con la auténtica libertad», Semanario Orientación Nº. 1244 Págs. 1 y 8, Domingo, 14 Noviembre 1971, disponible aquí.)  Fue un sermón digno de estudiar en este bicentenario ya que la coyuntura histórica de El Salvador en el 2011 es aún más apta para el marco que monseñor comentaba que la realidad que el país vivía cuando pronunció aquel mensaje. En concreto, Mons. Romero predicó en aquella ocasión sobre la libertad, tomando como su referencial la historia de Israel y recordando que en la plenitud de su libertad, fue necesario la intervención de los profetas para interpelar al pueblo en libertad a ejercerla con fidelidad a la alianza con Dios.

Por supuesto, El Salvador en 1971 todavía gemía bajo la corrupción de dictaduras militares, y es la realidad de el Salvador de hoy la más pertinente para comparar con la historia de Israel después de toda la aventura de la esclavitud en Egipto, la liberación del Éxodo, la conducción del pueblo por Moises, el cautiverio de Babilonia y la entrada final a la tierra prometida que mana leche y miel, pero que necesita de la voz de los profetas para asegurar la fidelidad del pueblo a la nueva alianza con Yahvé. Entre líneas, monseñor admite que El Salvador de 1971 no era un modelo perfecto de comparación—reconoce que su libertad iba envuelta en elementos de la mitología: no es “más que una leyenda de nuestro folklore, la figura de aquel eclesiástico salvadoreño (José Matías Delgado) que agitó la campana de La Merced, en la aurora de este día, para anunciar la liberación de Centroamerica”, confiesa. Sin embargo, las exageraciones de la historia no le restan importancia al don de la libertad, predica monseñor, citando al Concilio Vaticano Segundo: “la libertad es el signo eminente de la imagen divina en el hombre”—y a José Simeón Cañas: “no hay bien comparable con la libertad”.

Después de dibujar la comparación entre el ejemplo prototípico de Israel, monseñor llega a inferir que tanto en el ejemplo bíblico como en la actualidad, es necesario ejercer la libertad con responsabilidad, porque la libertad es un don de Dios: “Pero también aprendió [Israel] que esta iniciativa divina está condicionada a la fiel cooperación de los hombres”. Las tribulaciones del desierto y el sufrimiento que Israel vivió son una escuela para inculcar los valores de una sociedad que es fiel a los valores divinos, dice monseñor: “La austeridad de los desiertos donde se templaron la voluntad de aquel caudillo y la fidelidad y solidaridad de aquel pueblo con vocación de libertad es la pedagogía de Dios para enseñar a todos los pueblos que la libertad hay que trabajarla en la austeridad en la solidaridad, en la búsqueda incansable y humilde, en el batallar contra todos los enemigos de esa preciosa dádiva” (compárese Hom. 24 febrero de 1980: “Que sepan unos y otros vivir la austeridad del desierto, que sepan saborear la redención fuerte de la cruz; que no hay alegría más grande que ganarse el pan con el sudor de la frente”).

En este sentido, monseñor predica unas palabras que llegarían a ser proféticas para su propio ministerio arzobispal y quizá puedan tener valor también para nuestro momento:
Era difícil ministerio de los profetas de aquel pueblo: mantener despierta esta conciencia de fidelidad, de cooperación, de solidaridad con el designio libertario de Dios; porque estas actitudes humanas condicionaban el regalo divino de su propia libertad. El reclamo contra las injusticias sociales, contra el libertinaje de las costumbres, contra el abuso del poder, contra el atropello de los derechos y de la dignidad de los hombres, se dirigía a todo el pueblo y llegaba, cuando las circunstancias lo exigían, hasta el trono de los reyes o los palacios de los grandes. No era un espíritu demagógico el que inspiraba aquel mensaje, ni eran desahogos de odios o de violencia inspirados en resentimientos sociales; no buscaba ventajas políticas ni lo inspiraban intereses subversivos. Era el grito de la verdadera liberación que buscaba extirpar los peligros de la verdadera libertad.
La mismas palabras se pueden aplicar ahora retrospectivamente al arzobispado de Mons. Romero y él lo supo anticipar en 1971: “Cualquiera comprende lo difícil de esta misión (profética) que más tarde el Evangelio de Cristo confiará a su Iglesia en medio de todos los pueblos”—incluyendo a aquel futuro Arzobispo de San Salvador.

En aquel momento, Mons. Romero recuerda la abolición de la esclavitud en El Salvador, pero profundiza sobre el tema y lo actualiza con una franqueza extraordinaria y analiza que “nuestra oración de examen de conciencia ... por la fuerza de la lógica y del contraste nos lleva a descubrir en la carencia de tantos bienes nuevas formas de esclavitud”. Y entonces hace la invitación a seguir el camino de la liberación: “nuestra historia”, dice, “con sus gestas libertarias, con sus luchas, sus fracasos y esperanzas, es camino y signo donde Dios se hace encontradizo con el gobierno y con el pueblo de El Salvador para reafirmar su pacto de trabajar en unión con él y con nuestros hermanos la libertad auténtica de nuestra Patria y conducirla a aquella plena liberación que sólo se consuma en Cristo”.

En efecto, en su sermón, monseñor ha sentado fundamentos para lo que será la pastoral de su futuro arzobispado:  “Si el Señor no edifica la casa”, dijo, citando el Cantico de los Ascensos del Rey David, “en vano trabajan los que construyen, si el Señor no cuida la ciudad, en vano velan sus centinelas”. (Salmo 126.)

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